samedi 24 avril 2010

Saint- Exupéry. TIERRA DE HOMBRES. Cap. II -1

- LOS COMPAÑEROS -1
Jean Mermoz





Fueron algunos de mis compañeros, Mermoz entre ellos, quienes fundaron la línea francesa de Casablanca a Dakar, a través del Sahara insumiso. Los motores de entonces resistían muy poco y una avería entregó a Mermoz en manos de los árabes, quienes
no resolviéndose a matarlo, lo mantuvieron prisionero quince días, liberándolo después, a cambio de un rescate. Y Mermoz continuó transportando su correo por encima de esos mismos territorios.
Jean Mermoz
Cuando se inauguró la línea de América, Mermoz, siempre en la vanguardia, fue encargado de estudiar el trayecto de Buenos Aires a Santiago. Y, del mismo modo en que había trazado un puente sobre el Sahara, hubo de señalar la ruta por encima de los Andes. Se le confió un avión cuya máxima elevación era de cinco mil doscientos metros. Como los picos de la Cordillera se elevan a siete mil, Mermoz despegó en busca de brechas. Así después de la arena, enfrentó la montaña. Aquellos picos que, con el viento, hacen flamear su velo de nieve. Aquella palidez de las cosas antes de la tormenta, aquellos remolinos tan violentos que, cuando se presentan entre dos murallas de rocas, obligan al piloto a una especie de lucha a cuchillo. Mermoz se dispuso a combatir sin conocer en absoluto al adversario, sin saber si lograría escapar con vida de aquellos abrazos. Mermoz «ensayaba» para los otros.


Al fin, cierto día, a fuerza de « ensayar», se descubrió prisionero de los Andes.

Varados a cuatro mil metros de altura, sobre una meseta de paredes verticales, él y su mecánico intentaron durante dos días evadirse de su cárcel. Habían sido apresados. Entonces jugaron su última carta: lanzaron su avión al vacío rebotando duramente contra el suelo desigual mientras caían hacia el precipicio, hasta alcanzar por fin la velocidad necesaria como para que los mandos fueran nuevamente obedecidos. Mermoz alcanzó a enderezar la nave frente a un pico que rozó y, con el agua saliéndose por todos los tubos reventados durante la noche a causa de la helada y, con el motor parado desde hacía siete minutos, descubrió por último la llanura chilena debajo de él, como una tierra prometida.

Al día siguiente, volaba de nuevo.

Cuando los Andes quedaron bien explorados y cuando la técnica de las travesías estuvo perfectamente a punto, Mermoz confió aquel trayecto a su compañero Guillaumet y se dispuso a explorar la noche.

El alumbrado de nuestras escalas no se hallaba aún organizado. En los campos de aterrizaje, completamente de noche, Mermoz aterrizaba con la débil iluminación de tres fogatas de gasolina. Mas él se las compuso a su modo y abrió la ruta.

Y así cuando la noche estuvo bien amaestrada, Mermoz ensayó el océano.
En 1931, el correo fue transportado por primera vez en cuatro días desde Toulouse a Buenos Aires. Al regreso, Mermoz sufrió una avería en el depósito del aceite. La cosa ocurrió en el centro del Atlántico Sur, con una marejada muy fuerte. Un barco le salvó a él, a su correo y a su tripulación.


Así Mermoz desmalezó las arenas, la montaña, la noche y el mar. Cayó más de una vez en las arenas, en la montaña, en la noche y en el mar. Sin embargo, cuando regresaba, era siempre para volver a partir.


Finalmente, después de doce años de trabajos, mientras sobrevolaba una vez más el Atlántico Sur, señaló, por medio de un breve mensaje, que fallaba el motor derecho de su aparato. Después, se hizo el silencio.


La cosa no parecía demasiado inquietante. Sin embargo, después de diez minutos sin recibir nuevas noticias, todos los puestos de radio de la línea, desde Paris hasta Buenos Aires, comenzaron a mostrarse angustiados. Porque, si diez minutos de retraso no significan casi nada en la vida corriente, en la aviación postal adquieren un tremendo significado. En el corazón de ese tiempo muerto se halla encerrado un acontecimiento aún desconocido que, insignificante o desgraciado, ya ha sucedido. El destino ha pronunciado su sentencia y esa sentencia es irrevocable. Una mano de hierro ha conducido ya a un aparato hacia el amerizaje o hacia la catástrofe, pero el veredicto no ha sido comunicado aún a los que esperan.

¿Quién de entre nosotros desconoce esas esperanzas que se tornan cada vez más frágiles, ese silencio que empeora de minuto en minuto como una enfermedad fatal? Esperamos. Pero van pasando las horas y, poco a poco se hace tarde. Al fin tuvimos que convencernos de que nuestros compañeros ya no regresarían, que descansaban para siempre en aquel Atlántico Sur, cuyo cielo habían arado tantas veces. Mermoz, decididamente, se había atrincherado detrás de su obra, semejante al segador que, después de haber sujetado bien su gavilla, se acuesta a reposar en su campo.

Cuando un compañero muere así, su muerte se parece a un acto más de servicio y, al principio, causa quizá menos dolor que otra clase de muerte. Cierto es que se ha alejado, que ha sufrido su último cambio de escala, pero su presencia no nos falta aún con tanta intensidad como podía faltarnos el pan.

Estamos, en efecto, acostumbrados a esperar durante mucho tiempo los encuentros. Porque los compañeros de línea se encuentran dispersos por el mundo, desde París a Santiago de Chile, aislados como los centinelas que casi no se hablan. Es necesario el azar de los viajes para que, en algún lugar, se reúnan los miembros de la gran familia profesional. Alguna noche, alrededor de una mesa, en Casablanca, en Dakar o en Buenos Aires, después de años de silencio, se reanudan aquellas conversaciones interrumpidas y se renuevan los viejos recuerdos. Después, se vuelve a partir. De esta forma, la tierra, es, a la vez desierta y rica. Rica en esos jardines secretos, escondidos, difíciles de alcanzar, mas a los cuales nuestro oficio nos conduce siempre, un día u otro. Acaso la vida nos aparta de los compañeros, nos impide pensar mucho en ellos. Sin embargo, sabemos que se encuentran en algún lugar, un lugar ignorado, más o menos silenciosos y olvidados, ¡pero tan fieles! Y si nos cruzamos en su camino, nos sacuden por los hombros con demostraciones cálidas de alegría. Nos hemos acostumbrado a esperar, claro...

No obstante, poco a poco, descubrimos que no volveremos a oír nunca la risa clara de aquél, comprendemos que este jardín se nos ha cerrado para siempre. Entonces, comienza nuestro verdadero dolor, que no llega a la desesperación, pero sí a la amargura.

En efecto, nada ni nadie podrá remplazar jamás al compañero perdido. Los viejos camaradas no se crean. Nada vale tanto como el tesoro de los recuerdos comunes, de tantas horas vividas juntos, de tantos enfados, de tantas reconciliaciones, de los movimientos del corazón. Esas amistades no se reconstruyen. Si se planta un roble, es inútil esperar cobijarse pronto bajo sus ramas.

Así transcurre la vida. Primero nos enriquecemos, después plantamos durante años. Pero vienen los años en que el tiempo deshace aquel trabajo y el bosque se aclara. Los compañeros, uno a uno, nos retiran su sombra. Y a nuestra tristeza se mezcla, en adelante, el íntimo pesar de envejecer.
Tal es la moral que Mermoz y otros como él nos enseñaron. Quizá la grandeza de un oficio consista, más que nada, en unir a los hombres. Sólo existe un lujo verdadero, y es el de las relaciones humanas.
Trabajando únicamente por conseguir bienes materiales, no hacemos sino construirnos nuestra propia prisión. Nos encerramos a solas con nuestra provisión de ceniza que no nos proporciona nada que merezca ser vivido.

Si busco entre mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna.

No se puede comprar la amistad de un Mermoz, un compañero a quien las pruebas superadas juntos han ligado a nosotros para siempre.

No se puede comprar aquella noche de vuelo con sus cien mil estrellas, aquella serenidad, aquel poder absoluto sentido durante unas cuantas horas.

No se puede comprar ese aspecto nuevo del mundo después de una etapa difícil, esos árboles, esas flores, esas mujeres, esas sonrisas recién coloreadas por la vida que acaba de conducimos al amanecer, ese conjunto de pequeñas cosas que nos recompensan.
Guerreros azules
Ni tampoco aquella noche vivida entre rebeldes y cuyo recuerdo me vuelve.
Al caer la tarde, tres tripulaciones de la «Aeropostal» nos encontramos aterrizados en la Costa de Río de Oro. Mi compañero Riquelle había sido el primero en descender a consecuencia de una rotura de biela. Otro, Bourgat, había bajado a su vez para recoger su equipaje, pero una avería sin importancia le había dejado en tierra. Por fin llegué yo, cuando ya casi había caído la noche. Y decidimos esperar a que se hiciera de día y a que el avión de Bourgat quedara reparado.

Saint-Exupéry, Dumesnil y los intérpretes moros
Un año antes, nuestros compañeros Gourp y Erable, detenidos a causa de averías, aquí mismo, habían sido asesinados por un grupo de insurrectos. Sabíamos que, en aquel momento, una partida de trescientos fusiles acampaba en algún lugar cerca de Bojador, y que nuestros tres aterrizajes, visibles desde lejos, los habrían puesto sobre aviso. Así comenzábamos una velada que bien podía ser la última.
Nos instalamos, pues, para pasar la noche. Desembarcamos de los baúles de equipaje cinco o seis cajas de mercaderías que, después de vaciadas, colocamos en círculo. En el fondo de cada una de ellas, como en el hueco de una garita, encendimos una miserable vela, apenas protegida contra el viento. Así, en pleno desierto, sobre la cáscara desnuda del planeta, en un aislamiento como el de los primeros años del mundo, construimos un pueblo de hombres. Agrupados para pasar la noche en aquella gran plaza de nuestro pueblo, en aquel retazo de arena donde nuestras cajas vertían una luz temblorosa, esperamos. Esperábamos el alba que nos salvaría, o, bien, a los árabes. Y no sé por qué había algo en aquella noche que le daba sabor de Nochebuena. Cambiábamos recuerdos, nos chanceábamos y cantábamos.
Saboreábamos un ligero fervor idéntico al que se experimenta en medio de una fiesta bien preparada. Y, sin embargo, éramos infinitamente pobres. Viento, arena y estrellas. Un estilo duro para monjes trapenses. No obstante, encima de aquel mantel escasamente iluminado, seis o siete hombres que no poseían ya nada en el mundo, sino sus recuerdos, compartían invisibles riquezas.
Por fin nos habíamos encontrado. Los hombres caminamos durante mucho tiempo juntos, pero encerrados en nuestro propio silencio, o intercambiando palabras que no transfieren nada. Mas cuando llega la hora del peligro, entonces nos ayudamos unos a otros. Comprendemos que formamos parte de la misma comunidad. Crecemos al descubrir otras conciencias. Nos miramos y sonreímos. Nos sucede lo que a ese prisionero liberado que se maravilla ante la inmensidad del mar.















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